Una costumbre realmente inusual para mi, era la que se estilaba en el pueblo de Jarubí; sucedía cuando las parejas noviaban, el novio un buen día se “llevaba” a la novia con su consentimiento a escondidas de sus padres, sin el casamiento legal y la desposaba en un hotelito de un pueblo cercano; la noticia se regaba por todo el pueblo como polvorera; a los dos o tres días regresaban felices y contentos de la escapada, recibiendo la bendición de la familia y comenzaban su vida en concubinato sin dar más que hablar. Igual ocurrió con Isabelita y Paco; mi tía Mabel había empleado a Isabelita en la capital, para que la ayudara en el cuidado de sus dos hijos pequeños; en esa temporada vacacional Isabelita nos acompañó, coincidiendo con unos arreglos de carpintería que se hacían en casa de mis abuelos; los realizaba un joven carpintero llamado Paco con fama de “pica flor” hijo de Humberto, gran amigo de mi abuelo. Con el transcurrir de los días los jóvenes se enamoraron, y Paco pidió el consentimiento de mi abuelo y de mi tía para visitar a Isabelita como novio, lo que le fue concedido; así las cosas, faltaban pocos días para el regreso de Isabelita y nosotros a la capital, cuando una noche los novios se despidieron como de costumbre, y todos nos acostamos a dormir, pasado una hora, sentí a mi tía exclamar con incertidumbre:
-¡Isabelita!- ¿Dónde estás?
El silencio por respuesta, todos nos levantamos comprobando que la cama donde dormía la empleada, estaba vacía, de inmediato mi abuela afirmó:
-¡Paco se la llevó!
Al día siguiente, abuelo y Humberto padre de Paco, hablaron a solas en el portal de la casa sobre el incidente y como buenos amigos todo quedó ahí; Humberto se comprometió a velar por la pareja y brindarle su casa para que vivieran en lo adelante. Mi tía aceptó la situación más tranquila y recibió a la nueva pareja de visita en días posteriores; les comentó el susto que le dieron al notar la ausencia de Isabelita aquella noche; bendijo la unión y les deseo éxitos futuros.
Otra anécdota ilustrativa de esa época relacionada en cuestión, es la de Mario; joven que tenía fama de “llevarse” a las novias en aquellos pueblos; su rostro lampiño, no aparentaba los trenta años que tenía, de pelo negro ondulado, estatura promedio, amable y caballeroso tenía el encanto de caer bien a las muchachas de la vecindad. Colocaba su cigarrillo en los labios de medio lado con aire de conquistador; montaba un hermoso caballo alazán, destacándose por su destreza como buen jinete; su higiene y vestir, impecables; siempre usaba un pullover blanco debajo de la camisa holgada, según él para protegerse del sudor; lucía reloj y anillos de oro, negociante por excelencia, con dinero suficiente para invitar en el bar rondas de ron a todos los presentes; locuaz, sociable, amigo de participar en cuanto baile o fiesta de celebración apareciera. Excelente hijo, se ocupaba de sufragar las necesidades de sus padres y hermanas menores; no tenía hijos de relaciones amorosas anteriores; se mostraba cariñoso con nosotros, los muchachitos que jugábamos en el parque; nos ofrecía tomar refrescos y comer golosinas en la tienda de Mongo situada al frente. A pesar de no tener él y su familia muchos años en la región, se podía afirmar que Mario era un tipo popular, conocido y estimado en el vecindario, así como en pueblos aledaños. Abuela era amiga de Flor su mamá, ambas intercambiaban recetas de cocina y diseños de costura.
Uno de esos días habituales al atardecer, José Alberto mi amigo en la grupa y yo delante, montábamos mi caballo Lucero rumbo al rio para que tomara agua; al aproximarnos a la orilla nos topamos con Mario completamente desnudo de frente a nosotros, salía de bañarse confiado en la hora de la caída del sol; turbados todos por la inesperada situación cada cual reaccionó como pudo; Mario corrió en busca de su ropa y nosotros asombrados , confundidos por lo que observamos, dimos media vuelta al caballo marchándonos a casa a todo galope; por el camino comentamos que Mario tenía sexo de mujer y senos desarrollados, aunque pequeños, lo cual tanto José Alberto como yo pudimos apreciar con precisión, pues todavía había suficiente claridad en el lugar. Decidimos mantener nuestro descubrimiento en silencio de mutuo acuerdo y Mario no se dio por enterado; después de aquello aún apenados, cuando José Alberto y yo veíamos pasar a Mario orondo en su caballo, nos mirábamos socarronamente cómplices de nuestro secreto; solamente le repetía a José Alberto el refrán de mi abuelo:
-¡Me pasaron gato por liebre!
Rolando Lorié (copyright-2012)
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